Con la sensación de haber dejado varios asuntos en el tintero cerramos el ejercicio pasado. Nos habría gustado hablar sobre algunos discos más, pero tras varios intentos fallidos hubo que cambiar de planes porque el tiempo es implacable, porque los borrones y los reinicios eran constantes o simplemente porque el trabajo descriptivo ni tan siquiera aparecía. Aun así, intentaremos enmendar la plana siempre y cuando las ideas broten y podamos ordenar nuestro desbarajuste particular, comenzando esa recuperación con uno de esos pretendidos propósitos: el estreno en solitario y en formato elepé, ya que contaba con distintos epés grabados con anterioridad, de una encantadora chavala que no llega a la treintena. Californiana de nacimiento, aventurera y ambulante, residente de Oregón y vasca de corazón. Bueno, eso es una licencia que nos permitimos, porque la conocimos hace años en el botxo (a ella y a su hermana Sarah) donde cursaría sus estudios universitarios dejando un buen puñado de amigos y donde regularmente actuaría a solas con su guitarra o en compañía de una banda que basaba su repertorio en el ídem de la gran Lucinda Williams, lo cual ya es una pista fidedigna de la dirección musical de Margo y la fisonomía de esta delicia bautizada “Pohorylle”.
El trabajo contiene, aparte de las inevitables analogías (no dudamos que importunen a la protagonista en demasía, pues siempre resalta sus múltiples referencias) y las patentes inspiraciones en la música americana, fragmentos de las diversas experiencias que Margo ha ido recapitulando en su memorándum personal. Historias de carretera. Historias de encuentros, despedidas y sorpresas como la obertura “That River”, perfecta toma de contacto en este entramado de ecos y emociones en la que un armónico piano hace las funciones de caudal fluvial mientras un violín traza puentes y la conmovedora voz de Margo bordea las riberas cual ninfa espectral convocando a los instintos y las materias. Historias, relatos, canciones. Historias de sentimientos encontrados, juguetones relatos que provocan una revolución transitoria como el ritmo de cantina “Kevin Johnson” en el que el piano de Jenny Conlee seguirá teniendo un peso específico; canciones que perfilan su carácter, violentas historias tratadas con suma delicadeza (“Broken Arm In Oregon”) y ásperos relatos de amor (“Flood Plain”) que causan ternura y un nudo en la garganta. Sueños de libertad. Permeables canciones como “Tehachapi” que, aun adoptando la rúbrica de la localidad californiana, se transforma en un animado pasacalles propio de New Orleans debido en gran parte al arreglo de viento introducido, si bien el resto de la comparsa colabora en la parranda.
Ese resto de comparsa es para quitar el hipo, puesto que entre socios y cómplices podemos encontrar, además de la presencia casi matemática de su hermana Sarah en los refuerzos vocales y la ya nombrada señora Conlee, gente tan variopinta y curtida en mil batallas como Jason Kardong, Rebecca Young, Mirabai Peart o Kelly Pratt, quienes aportan las tonalidades precisas a unos manuscritos de Margo que por cierto, descubren su gran faceta como escritora en sus dos flancos: musical y gramatical. No sería justo olvidar la producción de Sera Cahoone, pues su huella se advierte en muchos de sus pasajes, en las reminiscencias country de “Barbed Wire (Belly Crawl)”, en el sentimental telegrama “Chester’s” o en la desenvuelta “Brother, Taxman, Preacher”, una asociación de abecés y sarcasmos llamada a funcionar como single promocional en parte por su ajustada duración, en parte por su determinante ajuste. Y si catalogamos esta última como posible sencillo, “Wine In The World”, la que en realidad ocupa la última posición, franquea la categoría estupenda, enternecedora o impresionante. Escúchala y sentirás la magia de una templada cadencia y la patrimonial Lap Steel. Notarás su avenencia con la rubia de Louisiana y comprobarás que va más allá de la percepción, pues arrulla sonetos que hablan de sueños, hablan de sufragios y hablan de adeudos, parte de la naturaleza de un disco que no es sino una muestra de gratitud. Un recordatorio, un reconocimiento a la historia, un sentido homenaje a Pohorylle, la primera fotoperiodista de guerra que en 1937 murió en el frente, en El Escorial. Para exquisitos paladares.