
The Allman Betts Band es, aparte de una sociedad de reciente cuño e idénticas siglas que la emblemática hermandad, el abrazo del pasado, la huella de la leyenda, el orgullo del patrimonio. Representa algo más que la mera unión de las nuevas generaciones. Representa el respeto, la honra del apellido y una merecida deferencia con sus orígenes. Con un más que correcto disco se presentaba el año pasado obteniendo buenas valoraciones, si bien en estas cuestiones hay opiniones para todos los gustos y hasta airados discursos, pero no es nada nuevo en esta sociedad peculiar. Estamos acostumbrados a ello, y como dice un buen amigo, si no aportas, aparta, que en definitiva es uno de nuestros axiomas de cabecera. ¿Condescendientes? De ninguna manera. ¿Segurolas o poco exigentes? No va con nuestra forma de ser, y como dice el populacho, en boca cerrada no entran moscas. Por el contrario, si vemos oportuno ofrecer nuestro punto de vista, adelante, y en este caso tal vez lo tengamos, pues esta nueva entrega convida al cotejo y comentario ya que, aun manteniendo semejanzas con su predecesor, incorpora más detalles. Aquel era más pragmático, más espontáneo, más explícito. Este, sin embargo es más intrépido, más minucioso, más racial.
Antes de comenzar a escuchar el álbum, el grato recuerdo de un día (más bien una bucólica madrugá) entre interminables campos de olivares jienenses se apodera de la mente. Fuimos unos cuantos los afortunados. Fuimos dichosos y emocionalmente gratificados porque bajo la imponente bóveda de estrellas exprimimos los cinco sentidos mientras sucedían cosas. Porque suceden cosas y… Circula por ahí un vídeo que explica muy bien la sensación de estupor y excitación que pudimos experimentar en una inolvidable edición de Frank Rock& Blues Festival, y seguramente la práctica totalidad de la asistencia estará de acuerdo. Tampoco se lo curraron nada mal el resto de partenaires en las dos jornadas, pero no hemos venido a hablar de ese festival (que recomendamos sin remilgos, eso sí), sino a hablar del segundo disco de The Allman Betts Band, un excitante elepé que viene a corroborar en cierta forma lo apuntado en su estreno, algo que por supuesto intentan quienes se meten en estos asuntos. Distintos teoremas hay en este sentido: si el debut debería ser más personal que la reválida, si convendría que ambos tuviesen diferentes enfoques, que en las continuaciones la elaboración en su conjunto es más precisa que en los principios, que los prólogos son más genuinos, que los siguientes episodios son más floridos…
Y “Pale Horse Rider” realiza perfectamente, como si se tratara del alba, la función de introducción de este nuevo volumen entre persistentes voces y gaseosos espacios que continúan en “Carolina Song”, uno de esos fragmentos de manifiesta tendencia gospel debido a los ceremoniales coros (Shannon McNally, Susan Marshall y Reba Russell) y el envolvente hammond (John Ginty) más la consistencia de su composición o la corpulencia del arreglo, su diligencia, la óptima disposición de elementos o el sugerente slide de Johnny Stachela que por cierto, sobresale en buena parte del ejemplar registrado, al igual que el anterior, en Muscle Shoals Sound Studio de Alabama. Duane Betts y Devon Allman sentían la necesidad de retribuir a sus progenitores, y aunque mantenían por separado decorosas trayectorias, su reunión debió ser tan determinante como el saxo (Art Edmaiston) de “King Crawler”, un efectivo cúmulo de pasiones, susurros y tormentos conocido como rock and roll. O reveladora como “Ashes Of My Lovers”, cautivadora nana protegida por el embrujo de una armónica (Jimmy Hall) que desearías sentir en directo para caer en sus redes, abrazar sus envolventes realidades y penetrar en sus resonantes cavidades, algo que precisamente podría no suceder en el siguiente lance, en “Savannah’s Dream”.
Pero simplemente nos referimos al eclipse vocal, ya que su iluminación instrumental ofrece ese sueño sureño que agrupa distintas expresiones, juega con todo tipo de percepciones y lleva al profundo bienestar anímico. La nostalgia, la felicidad, la compañía, la soledad. Aquí todas las secciones rinden a tan alto nivel que hasta corto resulta a pesar de su duración. Aquí hay ímpetu, aplomo, grosor y desarrollo. Acto seguido, las místicas o alegorías quedan rebatidas con dos corpulentas (“Airboats & Cocaine”), sensuales (“Southern Rain”) y contundentes compases como los timbales (John Lum) o las congas (R. Scott Bryan) que revelan opuesta fisonomía pero semejante meta, y el ritmo campero “Rivers Run” encarna el equilibrio entre símbolos y métodos, estableciendo la imaginaria línea divisoria de un apartado final compuesto por cinco hermosas piezas rematadas con la misericordia de “Congratulations”, antes iniciado por el característico torbellino convertido en single promocional: «Magnolia Road», arquetipo de preceptos y polifonías en el que vuelven a relucir el bottleneck, los ritmos camperos y los coreados cambalaches, sin embargo el piano interviene capital en sus acciones y se presiente fundamental como las interrogantes sugeridas en los estrépitos de “Should We Ever Part”. De la terna de sucesores faltaba por nombrar a Berry Oakley Jr., quien contribuye con escritura y garganta en “The Doctor’s Daughter”, otra estimulante marejadilla de ternuras que aprieta obligando a echar el freno de mano y respirar. Recapacitar. Medir. Buscar, encontrar… Y de repente, tras las nítidas superficies acostumbradas, el sonido de una guitarra flamenca asombra. Enmudece cuando surgen las preguntas, cuando vuelan las respuestas y cuando los ecos californianos de “Much Obliged” obligan a hacer lo propio y devolver el brindis. Agradecidos de corazón, The Allman Betts Band.