Tal vez el último lanzamiento de Nathaniel Rateliff sea considerado por una parte de la afición como un paso atrás, como un respiro por otros o para las personas menos recalcitrantes una necesaria etapa de reflexión dentro de una vertiginosa escalada comenzada trece años atrás. Y ahora que estamos viviendo períodos de desescaladas y tiempos de zozobra a nivel político, social y hasta emocional, las canciones del caballero han obrado como baluarte en el aspecto personal estos últimos meses. Por motivos que no vienen al caso teníamos en mente hablar sobre “And It’s Still Alright” allá por el mes de marzo, pero amargas circunstancias se cruzaron en nuestro planes y tuvimos que emplazar la tarea al día, el mes o el momento en que tuviéramos la determinación suficiente como para saldar la deuda. Bien mirado, no ha estado mal la prórroga concedida, pues hemos podido estudiar detenidamente el disco hurgando en sus recovecos, sintiendo sus silencios o suspirando con los escalofríos de inmaculadas epopeyas como “Time Stands”, un frondoso y húmedo bosque de pasiones que estremece por sus ecos y recuerdos; una herida abierta o una bocanada de aire fresco, depende del instante de su escucha. Depende de cómo tengamos el corazón, el alma o la mente. Depende del estado espiritual, depende de la vulnerabilidad. El rock más sólido (lo cual no implica que estemos hablando de líricas poco sólidas), más recio o más dinámico es un chute de energía, eso es indudable, pero canciones de este calibre determinan el carácter de su autor y descubren la sensibilidad del oyente.
De todas maneras este tercer disco en solitario del señor Rateliff sigue parámetros parecidos a la citada canción, y después de un tiempo alejado, su vuelta era suficientemente sugestiva como para obviar un trabajo que sabido era se centraría en las experiencias personales de estos años. Ahí entra el quebranto. Ahí entra la misericordia. Ahí entra el blues, ahí entra el soul. Ahí entran una serie de melodías que aun sin cumplir estrictamente los cánones del género, abrazan sus contornos. La obertura “What A Drag” evidencia su escuela y la dirección que seguirá el ejemplar dando la bienvenida a una titular que uno imagina en mitad de un océano equidistante de la nostalgia y la esperanza, dirigiendo las calmas o las corrientes en recónditas coordenadas y divisando un haz de luz que gobierna el destino. El destino, un interminable término mientras podamos hablar sobre él. Un vocablo de variadas acepciones: blanco o negro, siempre o nunca, “All Or Nothing”. Aquí encontramos, en un floreciente arreglo swing, un hombre confundido por el amor y el adiós. Un hombre que, alejándose de sus episodios más potentes con The Night Sweats (esperemos que se trate de una pausa momentánea), retrocede a los fundamentos introspectivos de “Falling Faster That You Can Run” y se embarca en un nuevo proyecto en el que sus miedos mantienen un pulso con sus certezas.
Mediante “Expecting To Lose” y “Tonight #2” podríamos adivinar esa doble facultad y hallar la paz que proporcionan los silbidos de la arboleda en la segunda, podríamos sentir el abrigo de un fuego protector en una gélida noche y en “Mavis” podríamos seguir admirando el capital de un salmo ornamental, no en vano los inicios de Nathaniel fueron en el coro de la iglesia. Bastante gente ha participado en este elepé, desde su fiel compañero Patrick Meese y James Barone en labores técnicas e instrumentales pasando por Daniel Creamer en los teclados, Luke Mossman con la guitarra y a la steel guitar Eric Swanson, Tom Hagerman con el violín, Elijah Thomson al bajo, las voces de Cat Martino, Elizabeth Ziman, Joanna Schubert y un largo etcétera. A pesar de los pesares y los acontecimientos, el disco es un manifiesto de aplomo y coraje, si bien el origen de “You Need Me”, “Kissing Our Friends” o “Rush On” son el naufragio o la pérdida, pero este tío ha demostrado durante años su fortaleza y tenacidad. Lo sé, falta una serie de detalles que serían interesantes para conocer los pormenores, pero preferimos destacar “And It’s Still Alright”.