Pues aquí tenemos la esperada vuelta a los estudios de grabación de una de las bandas más respetadas en estos últimos treinta años. Una banda que tuvo un papel determinante no solo en el crecimiento de la escena de Seattle, sino del rock en general, cerrando el ejercicio del siglo pasado en unas privilegiadas posiciones que posibilitaron comenzar la nueva centuria en una importante situación. Durante estas décadas han mantenido la sociedad de un matrimonio bien avenido respetando la parcela del prójimo, han defendido su integridad, la actitud de aquellos tiempos de rebeldía y una palabra que ha ganado con el tiempo mordacidad. Muchos verán dientes de sierra, y posiblemente los haya habido, pero que tire la piedra quien no haya salvado ciclos u odiseas, quien no haya vivido contingencias. Los noventa no volverán, obviamente, y la perspectiva del tiempo nos debería facilitar el hecho de comprender su inercia, su competencia y hasta su clarividencia para componer, uno de sus puntos fuertes (unos cuantos ases en la manga guardan), ya que esta labor es asamblearia en el seno del conjunto. Todos aportan, todos suman en provecho de la sociedad, todos son Pearl Jam. Todos tienen voz y voto, y este nuevo capítulo no podía ser menos, encontrando canciones rubricadas por sus cinco componentes, por Jeff Ament, Matt Cameron, Stone Gossard, Mike McCready y Eddie Vedder. Juntos desde su primera grabación salvo el baterista, pero esa es una historia ya conocida, así que nos centraremos en este nuevo elepé, si bien su debut o su trilogía inicial capitalicen su trayectoria. Si tiramos de retentiva podríamos adivinar similares conceptos entre esos discos y “Gigaton”, encontrando carambolas y evolución. Algunos eran adolescentes, otras proyectaban madurez, había quien no había salido del cascarón y bastantes aún andaban a gatas, pero independientemente al abanico de edades y circunstancias, todos tenemos un rinconcito en el corazón reservado a Pearl Jam.
Su anterior entrega no tuvo la acogida que los cinco habrían deseado, y quizás por ese motivo la espera haya sido tan larga. Siete años de diferencia. Siete años de búsquedas personales y encuentros ocasionales. Siete años de incógnitas y cuestiones, sin embargo los fans nunca han (hemos) perdido la esperanza de una nueva reunión, un nuevo disco y un nuevo tour. Entusiasmados recibíamos este veinte veinte, ya que el reencuentro (apoteósica actuación en el Mad Cool madrileño) se fue produciendo a lo largo de estos dos últimos años, “Dance Of The Clairvoyants” sorprendía como adelanto de su nueva tentativa y se vislumbraba la posibilidad de una nueva gira que… al final no va a poder ser, tendremos que esperar al veintiuno. La canción en cuestión abrió la caja de Pandora, y muchas voces pronosticaban la pérdida de no se sabe qué temperamento. Personalmente no soy amigo del degüello o la insolente calificación de prostitución en cualquier disciplina artística o en ningún autor, y menos sobre unos tíos que investigan ampliando su espectro sonoro, se mojan con la causa palestina, se involucran en la lucha ecologista, participan con ONGs o muestran con total franqueza su contraria postura a la administración de su país y sobre todo, a la figura de Trump. Tampoco somos unos entusiastas con los ojos vendados, pero somos más amigos del análisis (aunque sea equivocado y parcial) que de la crítica redundante, amantes de canciones que tal vez no sean la quinta esencia ni te vayan a cambiar la vida, pero están compuestas con el corazón y articuladas con coraje. “Quick Escape” es una de ellas, y de alguna manera sigue la huella dejada por la mencionada “Dance…” certificando su apuesta por la consistencia de movimientos y coordenadas armonizadas por el bajo del señor Ament mientras el gradual incremento de elementos y constantes puyas al presidente dominan el esotérico dirigible de Kashmir.
Una vez completado el primer cuarto abierto por dos prototipos como “Who Ever Said” y “Superblood Wolfmoon”, bajan de revoluciones con el innato romanticismo de “Alright” y con “Seven O’Clock”, otra llamada de atención al excéntrico dirigente de la Casa Blanca donde se pueden apreciar reminiscencias tribales y turbadores ecos provenientes de un recóndito desfiladero durante seis minutos de sinsabores y disyuntivas. Seis minutos de recogimiento que abren la puerta a la interrogante de un destino llamado “Never Destination”, decidida revelación que provocará con toda seguridad la jarana en posiciones centrales incitando al pogo físico o mental de la audiencia. ¿Recuerdas el estruendo y los watios? ¿Recuerdas la libertad de espacios comprimidos? ¿Recuerdas los suspiros y los apremios? ¿Recuerdas la sensación? No te preocupes, Eddie Veder señala con extendidas manos, evoca con potencia clamando con urgencia al cielo y el descaro grunge más las ásperas guitarras acosan con tanta furia que persisten con su cometido en “Take The Long Way”, otro dilatado recorrido en espacio y el tiempo, otra seña de identidad. Nada que reprochar, por cierto.
Mucho que agradecer a unos tíos que surgieron en la época adecuada y en el lugar idóneo, el epicentro de una nueva expresión explotada hasta que el relevo parecía comerse la fórmula o hasta que prosperasen nuevas realidades por parte de las nuevas generaciones, pero ellos han conservado su status y han sabido administrar perfectamente su apariencia de doctor Jekill y mister Hyde. Si el cuarto creciente era uniformemente dinámico, el cuarto menguante es delicadamente templado, es lírico y expresivo, al galope de enloquecidos potros que ponen en órbita al más precavido. Es un remanso de paz, un espacioso nirvana en el que un distante faro prolonga su haz de luz desde “Buckle Up” hasta la tierra prometida de “River Cross”, iluminando la subterránea acústica de “Comes Then Goes” y el cándido desahogo de “Retrograde”. Sin corroborar el dato y sin temor a equivocarnos, estaríamos por asegurar que es su trabajo más largo tal vez por la espera, tal vez porque su camino lo sea también o tal vez para recordar que aún les queda cuerda para rato. Hay luz todavía, hay ilusión. Share the light.