Sábado 30 de julio de 2016 en Santa Katalina, Mundaka
A medida que nos acercábamos a Mundaka las nubes comenzaban a ser elemento inseparable, el azul que se debía imponer en esta época tornaba gris y en ocasiones se divisaba alguna descarga eléctrica. Buen día para nuestro debut, que barruntábamos mientras contemplábamos el verde imperante en bosques y campos de Busturialdea. A pesar de vivir a una hora escasa en tren, nuestra presencia en el festival se había visto condicionada por diversas circunstancias, y por fin, la tercera jornada de la segunda edición sería nuestra primera visita a un festival que desde su nacimiento nos seducía tanto como el mar que baña su costa. Un mar bravo, imprevisible. Dócil y fascinante. Sacude con fuerza los cortantes acantilados y sus aguas acarician los arenales. Es melodía, es compañía. Es armonía, es soledad. Es un reclamo perfecto (entre otros) para que el certamen continúe con su propósito y obtenga más visitantes tanto para el festival como para la comarca, que dicho sea de paso, deberías visitar al menos una vez en la vida, aunque nunca es suficiente con una sola vez. Flora y fauna de una zona emblemática. Olor y sabor de un festival. El gusto de los cinco sentidos, dualidad. Tal vez estas virtudes ayudaron a conseguir premios como mejor festival de pequeño formato y festival revelación, quizás la rica variedad musical utilizada (Travellin’ Brothers, Echo And The Bunnymen, The Sonics, We Are Standard…), acaso la buena acogida de un público que responde con regocijo el año de su debut. El primer paso ya estaba dado, sólo había que continuar el camino y avanzar por bruscos senderos, rutas empinadas y escabrosas travesías que fácilmente encontrarás en este terreno. La elección estaba tomada. Habría reválida.
En esta segunda edición el paso adelante es firme y decidido, empeñando parte de su esfuerzo en la confección de tres suculentos menús para otras tantas jornadas. Ingredientes picantes, frescos, dulces, salados, nutricios… Utilizados tanto en la oferta musical como en la culinaria, el otro punto de encuentro del evento: los fogones, las sartenes, las cazuelas, la cocina tradicional y la vanguardista. Para ello nadie mejor que Eneko Atxa, un hacha con tres estrellas Michelín que este año se ha unido al plantel, conformando una interesante propuesta junto a la localización en la península de Santa Katalina (espacio emblemático de la costa bizkaitarra) y las actuaciones programadas para jueves y viernes de The Sheepdogs, Capsula, The Inspector Cluzo, Nik West o Berri Txarrak entre otros que lamentablemente no pudimos presenciar. Nuestro calendario sólo permitía el sábado pudiendo saborear los condimentos utilizados por Highlights, Los Enemigos, The Waterboys, St. Paul And The Broken Bones o Mamba Beat (con quienes nos pasó lo mismo que los anteriores días), y allí nos dirigimos en tren por varios motivos a tener en cuenta. Primero, la comodidad. Segundo, la facilidad. Tercero, la tranquilidad. Cuarto, la sostenibilidad. Hablamos de un lugar de dimensiones limitadas y un alto número de vehículos podría ser causante de incómodas situaciones, así que la decisión es práctica y sencilla: Transporte público.
Estaba siendo un fin de semana bastante aciago en cuanto a la meteorología, y si el incómodo sirimiri había sido protagonista el día anterior, una vez arribados a Mundaka se adivinaba la tormenta. Rostros desesperados con un cielo retador, alarmados con su sonido atronador, impacientes con la insistencia de un vendaval provocador. Su nombre, Highlights. Su intención, adaptando el título de su EP, rotunda: Storming the fest. Un cuarteto que mira el futuro sin perder de vista el pasado teniendo muy presente el mismo. Una banda que nos tiene ganados desde el día que los descubrimos porque son un torbellino en el escenario, mantienen una constante progresión que obliga a su atención y un concierto de los chicos siempre resultará excitante, sea donde sea, sea como sea. En su faceta eléctrica o desenchufada (que la hubo), en locales cerrados o al aire libre, en horarios vespertinos o trasnochados, en templos solemnes o emergentes santuarios… Enganchan por su simpatía, por su sobriedad, por un cancionero de gran corpulencia que compaginan perfectamente en directo con revisiones de algunos de sus héroes (una de las elegidas del día fue una acertadísima “The Seeker” de The Who), mientras los chubasqueros, impermeables y momentáneas inclemencias se arrinconan cuando adivinas las siluetas de Lynott y Lemmy al ver a Miguel moviendo a la masa al ritmo de “Silver Queen”, “Last Sunset”, o alguna perla de su próximo trabajo que se coló entre el ritmo percutor de Sergio y las guitarras bien sincronizadas de Xabi y Mario, focalizando su argumentario en el legado setentero, los riffs arriesgados, la fuerza gravitatoria de “Climbing The Hill”. Subiendo otro peldaño.
Sustituimos la lozanía por la veteranía que curiosamente recuerda nuestra juventud, y comentamos entre risas locuras cometidas cuando vemos la icónica raspa de pescado que preside el escenario. Los Enemigos serían los próximos en aparecer, y a pesar que el maldito tiempo nos da la espalda, siguen llegando más seguidores. Eso sí, provistos de prendas de plástico en su mayoría. Evidente. Un breve paseo por el recinto, un refrigerio y cual británicos se presentan puntuales los madrileños con su rock diligente, exponente de una escena que marcó en muchos sentidos varias generaciones. Añorados noventa. Himnos como “Me Sobra Carnaval”, “Septiembre” o “Desde el Jergón” son fuertemente coreados por un público bullicioso, animado y agradecido por la tregua que nos concede el cielo, por las andanadas instigadoras de “John Wayne” que dibujan la famosa ola izquierda de Mundaka modelada por extremidades y testas. Los aplausos son constantes, suenan compactos, cantamos, bailamos, y la voz de Josele, aunque el tiempo pasa factura, conserva esa característica personal entre poeta plebeyo y juglar cazallero, el bajo de Fino sigue fino y seductor, la Les Paul de Manolo altamente inflamable y Chema continúa siendo un animal tras los timbales. Para cerrar el círculo finalizan al anochecer contando “Cuatro Cuentos”. Puñetera realidad.
Instante preciso para saciar el gaznate y tomar algo caliente, cuando de repente el cielo comienza a llorar. No sabemos si por la despedida de Enemigos, si por la bienvenida de Waterboys (¡qué oportuno!), pero la gente huye en busca de algún parapeto. Minutos de zozobra, porque el perverso aguacero no desaparece y en breves minutos ese espacio debía estar rebosante de almas danzantes frente al señor Scott y compañía. La hora se aproxima, y la lluvia no cesa aunque baja su intensidad y sigue dando el coñazo. No importa. Saludamos abiertamente a la naturaleza cual indios mojave y nos dirigimos a las primeras filas donde debíamos ver al menos el inicio, principalmente porque debíamos entrar al coto privado de los camarógrafos durante los primeros minutos de la actuación, comprobar los rostros apasionados de los habitantes de esas plazas nobles e intentar capturar algunos movimientos de los figurantes. “Destinies Entwined” es el resorte para que unos cuantos incondicionales se olviden de las incómodas gotas y se centren en las notas que brotan de un hammond fascinante, un violín pizpireta y resto de instrumentos. Elegantes, grasientos, tenaces y rockeros catapultan el ánimo del personal con el cuasi arrastrado-recitado “Stil A Freak” que deja entrever el amor de Mike Scott por el señor Zimmerman y la capitanía sobre sus fieles escuderos. Con sólo dos canciones se había metido en el bolsillo al respetable, y tras la tercera, locura global. Sentado al piano inmortaliza sus inicios con “A Girl Called Johnny” mientras los semblantes de muchos espectadores gimotean de alegría y emoción. Todos indios mojave. Todos mimetizados con el ambiente. Una vez salimos del puesto de vigilancia hemos de reponer fuerzas, y desde la distancia vemos la silueta de cabezas moviéndose al son de un eficaz “Roll Over Beethoven” y una fastuosa epopeya llamada “The Whole Of The Moon” naturalmente acompasada por los allí presentes y un cielo que se une con descargas sonoras y luminosas ofreciendo una bella e inquietante estampa. Una banda en estado de gracia, una selección de canciones de órdago y un escenario de quilates como Santa Katalina merecía un cierre apropiado. Un final a modo de bis con “Fisherman’s Blues”, una añoranza celta que dejó un muy grato sabor de boca. Merecidas reverencias.
Nos había sorprendido gratamente tan meritoria aparición por su hercúleo rock n’ roll, por su tratamiento heterogéneo y ortodoxo a la vez, esquivo a fundamentalismos baratos y consecuente con su trayectoria, y por lo visto no éramos los únicos, ya que en el impasse de transformación escénica conversamos con varios colegas de opinión semejante, y una duda nos carcomía por dentro: ¿Podremos aguantar el show entero de St. Paul And The Broken Bones? Veamos, uno de nuestros principales objetivos eran ellos esencialmente, pero los pies no estaban secos precisamente, el cansancio nos jugaba una mala pasada y no somos unos adolescentes. Además el tren no espera, y si no éramos puntuales deberíamos esperar otras dos horas, así que tenemos que analizar la situación con frialdad. Teníamos veinte minutos de moratoria para atender a los chicos de Alabama y correr hacia la estación. Comprobamos durante esos minutos que nuestras altas expectativas eran certeras desde la salida sosegada de “Take The Ticket And Ride”, momento instrumental de una banda que destila soul y se cobija bajo los axiomas pasionales de Paul Janeway, quien se presenta como predicador de la formación con “Don’t Mean And Thing”. Rápidamente los ojos y objetivos apuntan a la figura de un hombre blanco de voz negra, de timbre temperamental, a unos metales paladines de un R&B fluido, magnético, etéreo… Desgraciadamente el tiempo corre en nuestra contra, hemos de exprimir cuanto podamos el reloj, rendirnos ante las caricias gospel y vibrar con las argucias bailables antes de partir como Cenicienta. Tal vez alguien encuentre el zapato extraviado y algún día volvamos a sollozar con “Broken Bones And Pocket Bones”. Las grandes fragancias…
En frascos pequeños, y Mundaka Festival es uno de ellos. Guarda en su interior el aroma de la pasión, la pasión del rock, amabilidad. Un pequeño reducto inmerso en un mundo de fantasías que conjuga el futuro perfecto en vez del presente de indicativo y hace partícipes de sus sueños a quienes los comparten, porque repetimos que Mundaka, la reserva de Urdaibai y el festival no se visitan una sola vez. Aquello que comienza siendo una visita puntual acaba siendo una peregrinación, un ritual gracias a una organización que no ha escatimado esfuerzos en recibir al visitante con una sonrisa, atendiendo sugerencias, escuchando propuestas o entendiendo las necesidades que un acontecimiento de esta envergadura requiere. Indudablemente aspectos mejorables hay, y seguramente muchos de ellos estarán en estudio, sin embargo nuestro aplauso es para ellos, para los operarios del escenario, los encargados de la seguridad, los trabajadores de los puestos de suministro, los voluntarios, los organizadores y personal en general que forja un espíritu, la razón de ser de una reunión estimulante. Cómplice como una sonrisa, agradable como la brisa del mar.