La tristeza es el origen. El motivo, la melancolía. El amor y la gratitud, el porqué. Precisamente el día en el que su hijo Justin Townes habría cumplido 39 años de edad, Steve Earle publicaba el disco que nunca habría querido publicar. Ya hizo algo similar en 2009 con Townes Van Zandt (“Townes”) y diez años más tarde con Guy Clark (“Guy”), pero en esta ocasión el dolor difiere por completo a cualquier otro estado de sufrimiento, pues el llanto por un hijo desaparecido debe ser especialmente intenso. Como en los dos ejemplos anteriores es un disco sentido, sin embargo es un extracto de momentos compartidos, de períodos alejados y fortalecedoras reconciliaciones, no en vano ambos vivieron turbulentos enfrentamientos que en cierta manera ejercieron de pegamento y disolvente en su relación. Como la vida misma. Nada nuevo para la inmensa mayoría de mortales, ya que tanto en las relaciones familiares como en los grupos de amistades, los rebotes, las carantoñas, las alegrías, los confictos o los perdones son y serán nuestro vínculo, parte de nuestra identidad. El año pasado demasiadas familias sufrieron (sufrimos) la desgraciada noticia del fallecimiento de alguna persona querida, y la aparición de este homenaje paternal, aparte de un emotivo y desgarrador ejercicio, podría funcionar de inspirador refugio al que recurramos para honrar la memoria de los seres extrañados. Steve Earle declaró que «para bien o para mal, amaba a Justin Townes más que a cualquier otra cosa en esta vida, e hice este disco como cualquier otro disco que haya hecho para mí. Era la forma de despedirme».
Habrá sido duro, sin duda. Habrá sido una amarga experiencia seleccionar las diez canciones que figuran en “J.T.” (apelativo familiar del tributado), y decimos diez porque una es original. Habrá sido muy complicado modular las cuerdas vocales con un nudo en la garganta y habrá sido una purga espiritual o una pugna interior consigo mismo. Habrá sido una prueba dolorosa enfrentarse a muchos demonios personales, unas cuantas cuestiones trascendentales y demasiados miedos razonables, pero en esta detallada recopilación del trabajo de Justin se aprecia el afecto y respeto de padre a hijo. Al igual que su padre, Jeiti era un gran escritor de gran porvenir, un hombre que reunía todas las condiciones para seguir brillando en el firmamento del sonido americana y un hombre en desafío permanente con sus adicciones. Aclaración: esta última alusión no condiciona nuestra opinión sobre Justin, de quien seguiremos pensando que era un magnífico autor. Tampoco nos corresponde (ni es algo que nos concierna) aclarar las causas del deceso o valorar lo sucedido en base a la edad, porque seguiremos pensando que siempre se es joven para morir. Ese maléfico año nos arrebató la posibilidad de escuchar nuevas composiciones suyas, y a partir de ahora el vacío originado por su desaparición se nos antoja insustituible por muchas razones. Algunas de ellas están presentes en este trabajo, desde su presentación de 2007 con el EP “Yuma” (“I Don’t Care”) hasta su último pelotazo de 2019 con “The Saint Of Lost Causes”, representado en la canción de mismo nombre y pasando por impresionantes testamentos como “The Good Life” (“Ain’t Glad I’m Leaving”, “Far Away In Another Town”, “Turn Out My Lights” o “Lone Pine Hill”), obligadas referencias como “Nothing’s Gonna Change The Way You Feel About Me Now” (“Maria”) o imprescindibles documentos como “Midnight At The Movies” (“They Killed John Henry”), “Kids In The Streets” (“Champagne Corolla”) o “Harlem River Blues”, de la que extrae la titular, todo ello con el sello inconfundible del barbado caballero, pues seguramente grabar estas canciones bajo la misma orientación de Jeiti no habría sido la mejor solución. Falta la aportación personal, el réquiem, el cincelado epitafio “Last Words”. Una bella carta. Sincera, sentimental, profunda, escalofriante. Excelente final para un extraordinario memorándum sobre la vida y como suerte inseparable de ésta, la muerte.