Viernes 10 de octubre de 2025 en la sala Azkena, Bilbao
Supimos de las intenciones del señor Jonny Kaplan gracias a una confidencia sigilosamente recibida, si bien era una posibilidad que acechaba desde tiempo atrás. En ese instante nos invadió una alegría difícil de explicar. Sudores, espasmos, un reconfortante alivio y una inusitada tensión por volver a sentir la calidez de sus canciones en directo, porque a poca gente se le escapará que llevaba muchos años apartado de la farándula. Muchas estaciones tocando la guitarra furtivamente en escenarios naturales, disfrutando la vida como apasionado ermitaño, como nómada soñador, como discreto explorador de nuevos horizontes y buceando, escalando, buscando respuestas o tramando preguntas. Evidentemente, otros años sin editar nuevo material, así que este retorno sería una prueba más de su honestidad, un perseguido refuerzo personal porque, con el paso de los años y ese paréntesis autoimpuesto tras un grave accidente sufrido, había que despejar la incógnita de sus audiencias o sobre sus audiencias. Durante esta ausencia su nombre podía haber experimentado cierto olvido, y quizás la gente estuviera pendiente de otros dictados, pero en nuestro foro interno Jonny era y sigue siendo un hombre muy respetado en varios sentidos. Como músico y como ser humano. Un artista del que esperábamos una magnífica actuación y, finalmente, fue mucho más. Superó expectativas y generó nuevas esperanzas.
Todo coincidía la noche del viernes. El retorno, la expectación, la ilusión, el deseo… Y a medida que llegaba la hora indicada, el nerviosismo iba in crescendo. Sus compañeros de gira también tenían su parte proporcional de culpa. Uno de ellos, el bajista Jokin Salaverria, probablemente sería uno de los instigadores de esta dádiva estelar, no en vano fue su cómplice en los Lazy Stars. Como responsable de la batería estaría Arnau Coderch, otro tipo al que seguimos la pista en su faceta acústica o junto a los Honky Tonk Losers y siempre nos recibe con una gran sonrisa. Además, sus inicios fueron con los platos y timbales, así que entendemos que estaría ilusionado tanto por la confianza como por el cometido. Y había ganas por ver a Matthew Cartmill, guitarrista del que teníamos buenas referencias que más tarde serían corroboradas, porque sacó jugo a la preciosa Danelectro Duesenberg que portaba. Con suficiente antelación nos presentamos en la sala Azkena y la hilera montada ante la puerta de acceso ratificaba nuestros augurios. Había ganas, y desde los minutos preliminares la gente se apelotonaba en unas filas de vanguardia que no fueron a más, así que disfrutamos del concierto sin estrecheces, holgadamente, suspirando con absoluta tranquilidad en románticas dedicatorias tipo “Stick Around” o alabando a los espíritus por medio de salmos como “Falling” o “Sparkle And Shine”, curiosamente su última entrega discográfica.
Ha llovido desde entonces y ansiábamos una nueva oportunidad, aunque por el medio hayamos disfrutado un par de ocasiones. Por cierto, el slide de Matthew concentró miradas y elogios en “Sparkle And Shine” mientras los rostros de sus compañeros expresaban felicidad que, por otra parte, fue la tónica de un show que sin duda permanecerá en la memoria de quienes estuvimos, y con toda seguridad, durante mucho tiempo porque, como ya hemos dicho todo coincidía y coincidió. Emocionante, excitante. Un privilegio y una delicia porque el sonido estuvo a la altura de la circunstancia. Porque la iluminación favoreció y fue adecuada. Porque el repertorio estaba lleno de golosinas y las explicaciones previas fueron entretenidas y reveladoras. Porque el respetable obró como tal, es decir, respetando las tenues serenatas y empujando en las piezas más fogosas. Además, infinidad de muestras de gratitud en ambas direcciones se pudieron advertir y, por supuesto, coros angelicales, escalofriantes ajustes instrumentales y un contexto de vitalidad reparador. Esa es la magia del rock and roll, la pasión de experiencias momentáneas que se multiplican y propagan en nuestros sentidos y hemos de agradecer a esforzados como Jonny Kaplan, Jokin Salaverria, Arnau Coderch o Matthew Cartmill que oficiaron una extraordinaria ceremonia e invitaron a Sara Íñiguez para interpretar una enloquecedora “Up On Cripple Creek” de los universales The Band que formó un gran guirigay en el escenario y, naturalmente, entre el acalorado ateneo.
Antes habían caído títulos demoledores como “Hidden Treasure” que abrió el tarro de las esencias y de alguna manera nos abrió las puertas del cielo, porque los cuatro emitían señales que, aun siendo encriptadas, la gente supo descifrar. Un acto de fe. Un acto de gran dimensión. Allí estábamos, en pleno éxtasis mientras sacaban a relucir piezas de orfebrería musical como “Keep Rollin’”, como “The Hardest Road”, “Smoking Tar”, la soberbia “Helena’s Afraid” con la inevitable armónica que le confiere mayor trascendencia o la exquisita “When You’re Down” que sugiere y custodia las constantes vitales manteniendo un equilibrio entre el auxilio y la necesidad. Cerrada ovación. La gente estaba en pie (obvio), estaba en plena ebullición y “The Child Is Gone” contribuyó a que sintiéramos el ímpetu de los Montes Apalaches, el cobijo de un hombro amigo, el arrullo de atmósferas apacibles y de canciones que hablan de sentimientos e incertidumbres llevando del llanto a la felicidad, de la calma a la inquietud. Canciones ambientadas en la ruta americana e importadas también de las costas británicas, excelentes rockanroles tipo “Damaged PT.1” o “Garage Cleaner” que pusieron los pelos de punta al fanático personal que no paraba de menear las caderas y jalear con los puños en alto los bravos solos y los trepidantes ritmos de guitarra, el contagioso compás de un bajo familiar, el métrico golpeo de unas baquetas no menos familiares y las dulces conjunciones vocales. Vínculos, hechizos, acuerdos. En el rush final, es decir, cuando volvieron al escenario impulsados por las insistentes peticiones y las enfáticas ovaciones, el amigo Kaplan lo hizo a solas con su acústica y la dulce fragancia de “Sweet Magnolia Flower” alcanzando un asombroso clímax que sería rematado por la brillante adaptación de “Lover Of The Bayou” de The Byrds–Mudcrutch–Petty que encendió aún más a un público que demandaba más leña, y la extenuante “Ride Free” que sería el broche de oro a un gran recital. Acabamos rendidos ante la energía y elegancia de Jonny Kaplan y sus pletóricas estrellas. Zanjamos deudas y acabamos totalmente reforzados, eufóricos y retribuidos.





