Coincidiendo con el aniversario del bombardeo de Gernika, el señor Anders Osborne tuvo el detalle, la gentileza o cortesía de publicar su nuevo álbum, “Picasso’s Villa”. No sabemos si es cuestión del azar o estaba estudiada la fecha, pero a nosotros nos gusta contemplar la posibilidad de que no sea una mera casualidad porque el sueco (nada que ver con su peyorativa acepción) afincado en New Orleans es un tipo al que estimamos, a estas alturas no vamos a descubrir al pintor malagueño y sobre la excelente obra de arte, poco podemos añadir que no se haya dicho ya. Maravillosa en fondo y en forma. Maravillosa porque, aparte de su incalculable valor artístico, es un icono universal que ni mucho menos vamos a intentar analizar aquí y ahora, porque la operación sería demasiado arriesgada dada su trascendencia, y porque el verdadero protagonista de este relato es otro interesante artista como Anders Osborne que firma, con el mencionado “Picasso’s Villa”, su decimoséptimo álbum en treinta y cinco años de travesía luchando contra fantasmas internos y superficiales espantapájaros que ni espantan aves, salvaguardan cosechas o custodian cuando se les necesita. Personajes que, como en el lienzo, habitan en blanco y negro.
Picasso fijó su residencia en Francia debido a su incondicional sentimiento republicano y New Orleans fue, durante unos años colonia francesa, lo cual ha influido mucho en su cultura. Otra similitud, aunque los cálculos, las observaciones, el desconcierto, el amargor o la superación quizás sean la mayor estimación para esa reciprocidad, si bien el método utilizado en ambos trabajos sea, evidentemente, diferente. En el óleo la rabia se escenifica a través de los trazos, a través los intrigantes personajes y sus correspondientes significados, mientras el disco del señor Osborne es otra especie de terapia personal o una profunda herida que intenta cauterizar por medio de música sanadora armonizada con historias meditadas. Episodios sufridos puede que también, porque la utilización de contiendas, confianzas o concordias vividas en primera persona es otra de las grandes particularidades de un hombre que se une de nuevo con el equipo de músicos con quienes grabara su hasta ahora penúltimo elepé que, evidentemente, cambia de posición, “Buddha And The Blues”. O sea, Waddy Wachtel (guitarrista), Bob Glaub (bajista) y Chad Cromwell (baterista y productor) más una serie de colaboraciones entre el órgano de Ivan Neville, la armónica de Johnny Sansone, y coros o vientos de extenso listado.
Las calles del barrio francés donde Anders Osborne pasó su adolescencia están presentes, se palpan, se huelen, se sienten o se escuchan desde la introducción, “Dark Decatur Love”, hasta la despedida, “Le Grande Zombie”. Por otra parte, es otro de los grandes rasgos del rubicundo compositor. En ese aspecto tal vez la última sea la de mayor tendencia o calado, ya que en su lírica, en su compostura o en una sinfonía impregnada de combinaciones y arreglos de viento, se encuentran diversas referencias incluso reverencias a uno de los pilares de la música popular de New Orleans, el añorado Dr. John. Respecto a la primera, Osborne nos invita a pasear por las calles del célebre barrio francés de la urbe al ritmo de sugerente swing tutelado, en principio, por una solitaria guitarra y rematado, paulatinamente, por una rica instrumentación que de alguna manera expresa la ternura, la complicidad o el cariño que siente por un lugar donde surgió su inspiración artística, su compromiso y su amor incondicional por el extraordinario legado musical del sur. En ese sentido o en esa dirección encontramos más de una composición como por ejemplo “To Live”, donde la muralla sónica tiene un marcado e intransferible sello personal que agita mente y corazón con sus temperamentales movimientos o sus numerosos indicativos de pulcritud creativa como sucede con “Real Good Dirt”.
Si los paralelismos han sido el razonamiento esgrimido para iniciar el análisis de “Picasso’s Villa”, deberíamos comprender y, por supuesto, respetar que la gente utilice estos arbitrios para ubicar diferentes trayectorias, para contextualizar direcciones o simplemente para que el testimonio aportado indique nociones o sistemas manejados por el artista en cuestión. Aun comprendiendo que, concretamente, “Real Good Dirt” puede congregar bastantes de estas conjeturas, uno sigue defendiendo su postura de no recurrir habitualmente a terceros cuando hablamos de alguien en concreto. Así que bajo nuestro punto de vista, no haría falta nombrar a fulano o mengano cuando hablamos de un tipo talludito y de cierto prestigio como Anders Osborne ni haría falta señalar una figura que no fuera, en este caso, la suya, porque ha crecido, como usted o como yo, escuchando rock ‘n’ roll, atendiendo numerosas escuelas y confesando acreditadas identidades, así que, al César lo que es del César. Y este César tiene una carrera suficientemente apuntalada como para ser analizada bajo fatuos cotejos o apreciaciones que pueden resultar tan evidentes como inapropiadas. Tiene canciones que confirman su naturaleza, canciones como “Reckless Heart” que demuestran que no ha perdido la chispa, el brío o la elegancia sureña sin renunciar a su irónica visión sobre la sociedad, la actualidad o la deriva de ambas en canciones como la titular, donde profundiza en la interminable espiral de intoxicación mediática. Canciones como la voluminosa y concisa, oscura y luminosa “Bewildered” o como la exuberante “Returning To My Bones” que desempeña la función de catarsis personal dado que en su montaje emplea elementos antidepresivos como el hechicero ritmo caribeño matizado con pinceladas funkys que son parte de la esencia de la bahía de New Orleans. Estímulos de Anders Osborne, vínculos de “Picasso’s Villa”.
